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Biblioteca del Congreso Nacional de Chile — 08

Es una tendencia normal, tanto respecto del acontecer de una nación como en el orden personal, representarse el pasado bajo la deter minación de ciertas categorías vigentes en la actualidad. Son destacados, entonces, ciertos rasgos o períodos en lugar de otros en la interpretación del tiempo remoto, a veces, en un grado tal que puede sobrepasarse el límite —difícil de determinar, por lo demás— entre lo verdadero y lo falso. Posiblemente, ha influido en este relativo olvido la solución de continuidad generada en el proceso revolucionario nacional por el desastre de Rancagua y el retiro de los protagonistas revolucionarios hacia Mendoza. Valorados historiadores del siglo XX han restado importancia al Congreso de 1811 y a la participación de O’Higgins en él. No ha sucedido lo mismo con aquellos del siglo XIX que han sido los padres de nuestra historiografía.

En un momento fundacional de nuestra realidad como nación, el sepelio de Bernardo O’Higgins Riquelme en el Cementerio General de Santiago, en 1869, el eximio Diego Barros Arana quiso llevar a la importante concurrencia que lo escuchaba a establecer la siguiente distinción:


“O’Higgins no fue solo el más valiente y el más entendido de nuestros guerreros; el glorioso derrotado de Rancagua y de Talcahuano, y el vencedor heroico del Roble y de Chacabuco; el Jefe Supremo del Estado, que con una constancia nunca desmentida y con una inteligencia superior organizó ejércitos y equipó escuadras para ir a ar rojar de toda la América a sus antiguos opresores. ¡No! al lado de esos títulos, a la admiración y al reconocimiento de sus conciudadanos, O’Higgins puede exhibir otros, menos brillantes sin duda, pero que revelan que junto con el alma bien templada del soldado y del patriota poseía la cabeza del estadista y la mirada escrutadora del hombre que, en la dirección de los negocios públicos, se adelanta siempre a las preocupaciones de sus contemporáneos”.


Son estos títulos diferentes de que hablaba Barros Arana, los que se van gestando en el período que nos interesa, por eso es valioso detenerse en él. Ha sido el abogado e historiador Julio Heise quien ha develado el error de parte de la historiografía chilena del siglo pasado al igualar el proceso revolucionario chileno con el del resto de los países hispanoamericanos. En éstos, la emancipación y la lucha por la organización del Estado constituyeron dos etapas diferenciables, en que la segunda, mucho después de la primera, fue alcanzada a través de un largo y doloroso período de anarquía y de cruentas revoluciones. En Chile, en cambio, entre 1810 y 1830, con las dificultades propias de las preocupaciones militares y de la falta de experiencia y de cultura política, se habrían afianzado