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de la segunda parte, y del principio de la tercera.

Voguemos, voguemos
al son de los remos,
la noche convida,
¡qué bella es la vida
que corre en el mar!

El aura ligera,
veloz, placentera
nos va susurrando,
meciendo, empujando
la barca fugaz.

Auras de amor, que pacíficas
del mar la olas besáis,
venid con livianas ráfagas
nuestra esperanza á arrullar.
Venid, amorosos céfiros,
que la flor enamoráis,
y con vuestras alas plácidas
nuestra piragua empujad
                   ¡Soplad!

La metáfora empleada al hablar de la montaña de Luquillo es valiente, natural, nueva y sublime: en efecto, ¿qué puede añadirse al último verso de esta cuarteta?

Despierta ya, alma mía, el tiempo avanza,
y al asomar su disco el sol dorado,
verás cual se dibuja en lontananza
verde gigante de metal preñado.

¡Con cuánta propiedad retrata en esta otra á la ciudad de Puerto-rico vista á la luz de la aurora!