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canadas de risa. Quise sacarle del apuro, y dirigiéndome á nuestro compatricio, le dije: —Muy dichoso es V., paisano, hay criollito que lleva ya media docena de años de estar en este viejo mundo, y no puede contar una centésima parte de las aventuras que á V. se le vienen tan á la mano. Dichoso, repito, el que ocupado tan deliciosamente, vé correr con velocidad los dias, que á otros parecen eternos, porque estan ausentes de su país, sin que tengan esos ratos que V. nos cuenta.

—Verdad es (contestó con mucha petulancia), que no puedo quejarme de mi suerte, porque otros muchos más bien parecidos (y aquí se miró cuanto pudo de su cuerpo) no han logrado lo que yo; pero á pesar de esto me veo fastidiado: este es un país en que hay tan poco trato, ese maldito dialecto ó jerga que me horripila, estas costumbres, estas comidas, todo en fin me aburre tanto, que he escrito á mi padre para que me permita ir á Madrid á continuar mis estudios. —No entiendo, pues, como se queja del trato, un hombre tanbien tratado; ¿y está V. seguro de llenar en Madrid ese vacío que halla en Barcelona.

—Seguro á mas no poder... ¡Vaya! ¿en la Corte quiere V. que no le llene? Allí que todo es lujo, todo diversiones, con una finura que no tiene límites, y con una variedad de espectáculos que nunca me dejará fastidiar, ¿qué mas puedo pedir?

—Menos diversiones, menos espectáculos, y puede ser que menos finura, para que quede mas tiempo que emplear en la Universidad y en los libros.