reveses á todas partes, estando tan despierto como si nunca hubiera dormido.
Abrazáronse con él, y por fuerza le volvieron al lecho; y después que hubo sosegado un poco, volviéndose á hablar con el cura, le dijo:
—Por cierto, señor arzobispo Turpín, que es gran mengua de los que nos llamamos doce pares, dejar tan sin más ni más llevar la victoria deste torneo á los caballeros cortesanos, habiendo nosotros los aventureros ganado el prez en los tres días antecedentes.
—Calle vuestra merced, señor compadre, dijo el cura; que Dios será servido que la suerte se mude, y que lo que hoy se pierde, se gane mañana; y atienda vuestra merced á su salud por ahora; que me parece que debe de estar demasiadamente cansado, si ya no es que está mal ferido.
—Ferido no, dijo don Quijote, pero molido y quebrantado, no hay duda en ello; porque aquel bastardo de don Roldán me ha molido á palos con el tronco de una encina, y todo de envidia, porque ve que yo solo soy el opuesto de sus valentías; mas no me llamaría yo Reinaldos de Montalbán si, en levantándome deste lecho, no me lo pagare á pesar de todos sus encantamentos; y por ahora tráiganme de yantar, que sé que es lo que más me hará al caso, y quédese lo del vengarme á mi cargo.
Hiciéronlo así: diéronle de comer, y quedóse otra vez dormido, y ellos admirados de su locura.
Aquella noche quemó y abrasó el ama cuantos libros había en el corral y en toda la casa; y tales debieron de arder, que merecían guardarse en perpetuos archivos; mas no lo permitió su suerte y la pereza del escrutiñador, y así se cumplió el refrán en ellos, de que pagan á las veces justos por pecadores.
Uno de los remedios que el cura y el barbero dieron por entonces, para el mal de su amigo, fué que le murasen y tapiasen el aposento de los libros, porque cuando se levantase no los hallase (quizá quitando la causa cesaría el efecto), y que dijesen que un encantador se los había