de la de nuestro don Quijote; y aunque era de las enjalmas y mantas de sus machos, hacía mucha ventaja á la de don Quijote, que sólo contenía cuatro mal lisas tablas sobre dos no muy iguales bancos, y un colchón que en lo sutil parecía colcha, lleno de bodoques, que, á no mostrar que eran de lana por algunas roturas, al tiento de la dureza semejaban de guijarro, y dos sábanas hechas de cuero de adarga, y una frazada, cuyos hilos, si se quisieran contar, no se perdiera uno solo de la cuenta.
En esta maldita cama se acostó don Quijote, y luego la ventera y su hija le emplastaron de arriba abajo, alumbrándoles Maritornes, que así se llamaba la asturiana; y como al bizmalle viese la ventera tan acardenalado á partes á don Quijote, dijo que aquello más parecían golpes que caída.
—No fueron golpes, dijo Sancho, sino que la peña tenía muchos picos y tropezones, y que cada uno había hecho su cardenal; y también le dijo: Haga vuestra merced, señora, de manera que queden algunas estopas, que no faltará quien las haya menester; que también me duelen á mí un poco los lomos.
—Desa manera, respondió la ventera, ¿también debisteis vos de caer?
—No caí, dijo Sancho Panza, sino que del sobresalto que tomé de ver caer á mi amo, de tal manera me duele á mí el cuerpo, que me parece que me han dado mil palos.
—Bien podría ser eso, dijo la doncella; que á mí me ha acontecido muchas veces soñar que caía de una torre abajo, y que nunca acababa de llegar al suelo, y cuando despertaba del sueño, hallarme tan molida y quebrantada como si verdaderamente hubiera caído.
—Ahí está el toque, señora, respondió Sancho Panza; que yo, sin soñar nada, sino estando más despierto que ahora estoy, me hallo con pocos menos cardenales que mi señor don Quijote.
—¿Cómo se llama este caballero? preguntó la asturiana Maritornes.
—Don Quijote de la Mancha, respondió Sancho Panza, y es caballero aventurero, y de los mejores y más fuertes que de luengos tiempos acá se han visto en el mundo.