Alojaba acaso aquella noche en la venta un cuadrillero de los que llaman de la Santa Hermandad vieja de Toledo, el cual, oyendo asimismo el extraño estruendo de la pelea, asió de su media vara y de la caja de lata de sus títulos, y entró á escuras en el aposento, diciendo: «¡Ténganse á la justicia! ¡ténganse á la Santa Hermandad!» Y el primero con quien topó fué con el apuñeado don Quijote, que estaba en su derribado lecho, tendido boca arriba, sin sentido alguno; y echándole á tiento mano á las barbas, no cesaba de decir: «¡Favor á la justicia!» Pero viendo que el que tenía asido no se bullía ni meneaba, se dió á entender que estaba muerto, y que los que allí dentro estaban eran sus matadores; y con esta sospecha, reforzó la voz, diciendo: «Ciérrese la puerta de la venta, miren no se vaya nadie; ¡que han muerto aquí á un hombre!»
Esta voz sobresaltó á todos, y cada cual dejó la pendencia en el grado que le tomó la voz. Retiróse el ventero á su aposento, el arriero á sus enjalmas, la moza á su rancho; solos los desventurados don Quijote y Sancho no se pudieron mover de donde estaban. Soltó en esto el cuadrillero la barba de don Quijote, y salió á buscar luz para buscar y prender los delincuentes; mas no la halló, porque el ventero, de industria, había muerto la lámpara cuando se retiró á su estancia, y fuéle forzoso acudir á la chimenea, donde con mucho trabajo y tiempo encendió el cuadrillero otro candil.