dellos lio hubiese vuelto, tuviese por cierto que Dios había sido servido de que en aquella peligrosa aventura se le acabasen sus días. Tornóle á referir el recado y embajada que había de llevar de su parte á su señora Dulcinea, y que, en lo que tocaba á la paga de sus servicios, no tuviese pena, porque él había dejado hecho su testamento antes que saliera de su lugar, donde se hallaría gratificado de todo lo tocante á su salario, rata por cantidad, del tiempo que hubiese servido; pero que si Dios le sacaba de aquel peligro sano y salvo y sin cautela, se podía tener por muy más que cierta la prometida ínsula. De nuevo tornó á llorar Sancho, oyendo de nuevo las lastimeras razones de su buen señor, y determinó de no dejarle hasta el último tránsito y fin de aquel negocio. Destas lágrimas y determinación tan honrada de Sancho Panza saca el autor desta historia que debía de ser bien nacido, y por lo menos cristiano viejo; cuyo sentimiento enterneció algo á su amo, pero no tanto que mostrase flaqueza alguna; antes, disimulando lo mejor que pudo, comenzó á caminar hacia la parte por donde le pareció que el ruido del agua y del golpear venía.
Seguíale Sancho á pie, llevando, como tenía de costumbre, del cabestro á su jumento, perpetuo compañero de sus prósperas y adversas fortunas; y habiendo andado una buena pieza por entre aquellos castaños y árboles sombríos, dieron en un pradecillo que al pie de unas altas peñas se hacía, de las cuales se precipitaba un grandísimo golpe de agua; al pie de las peñas estaban unas casas mal hechas, que más parecían ruinas de edificios que casas, de entre las cuales advirtieron que salía el ruido y estruendo de aquel golpear, que aun no cesaba. Alborotóse Rocinante con el estruendo del agua y de los golpes, y sosegándole don Quijote, se fué llegando poco á poco á las casas, encomendándose de todo corazón á su señora, suplicándole que en aquella temorosa jornada y empresa le favoreciese, y de camino se encomendaba también á Dios que no le olvidase. No se le quitaba Sancho del lado, el cual alargaba cuanto podía el cuello y la vista por entre las piernas de Rocinante, por ver si vería ya lo que tan suspenso y medroso