—Dios sabe si quisiera llevarle, replicó Sancho, ó por lo menos trocalle con este mío, que no me parece tan bueno. Verdaderamente que son estrechas las leyes de caballería, pues no se extienden á dejar trocar un asno por otro; y querría saber si podría trocar los aparejos siquiera.
—En eso no estoy muy cierto, respondió don Quijote; y en caso de duda, hasta estar mejor informado, digo que los trueques, si es que tienes dellos necesidad extrema.
—Tan extrema es, respondió Sancho, que si fueran para mi mesma persona, no los hubiera menester más.
Y luego, habilitado con aquella licencia, hizo mutatio capparum, y puso su jumento á las mil lindezas, dejándole mejorado en tercio y quinto.
Hecho esto, almorzaron de las sobras del real que del acémila despojaron, y bebieron del agua del arroyo de los batanes, sin volver la cara á mirallos: tal era el aborrecimiento que les tenía, por el miedo en que los habían puesto. Cortada, pues, la cólera y aun la melancolía, subieron á caballo, y sin tomar determinado camino (por ser muy de caballeros andantes el no tomar ninguno cierto), se pusieron á caminar por donde la voluntad de Rocinante quiso, que se llevaba tras sí la de su amo, y aun la del asno, que siempre le seguía, por donde quiera que guiaba, en buen amor y compañía; con todo esto, volvieron al camino real, y siguieron por él á la ventura sin otro designio alguno.
Yendo, pues, así caminando, dijo Sancho á su amo:
—Señor, ¿quiere vuestra merced darme licencia que departa un poco con él? que después que me puso aquel áspero mandamiento del silencio, se me han podrido más de cuatro cosas en el estómago, y una sola, que ahora tengo en el pico de la lengua, no querría que se malograse.
—Dila, dijo don Quijote, y sé breve en tus razonamientos; que ninguno hay gustoso si es largo.