cómo en una ciudad allí cerca se había casado don Fernando con una doncella hermosísima en todo extremo, y de muy principales padres, aunque no tan rica, que por la dote pudiera aspirar á tan noble casamiento: díjose que se llamaba Luscinda, con otras cosas que en sus desposorios sucedieron, dignas de admiración.»
Oyó Cardenio el nombre de Luscinda, y no hizo otra cosa que encoger los hombros, morderse los labios, enarcar las cejas, y dejar de allí á poco caer por sus ojos dos fuentes de lágrimas; mas no por esto dejó Dorotea de seguir su cuento, diciendo:
—Llegó esta triste nueva á mis oídos, y en lugar de helárseme el corazón en oílla, fué tanta la cólera y rabia que se me encendió en él, que faltó poco para no salirme por las calles dando voces, publicando la alevosía y traición que se me había hecho; mas templóse esta furia por entonces con pensar de poner aquella mesma noche por obra lo que puse, que fué ponerme en este hábito que me dió uno de los que llaman zagales en casa de los labradores, que era criado de mi padre, al cual descubrí toda mi desventura, y le rogué me acompañase hasta la ciudad donde entendí que mi enemigo estaba. El, después que hubo reprendido mi atrevimiento y afeado mi determinación, viéndome resuelta en mi parecer, se ofreció á tenerme compañía, como él dijo, hasta el cabo del mundo. Luego al momento encerré en una almohada de lienzo un vestido de mujer, y algunas joyas y dineros, por lo que podía suceder; y en el silencio de aquella noche, sin dar cuenta á mi traidora doncella, salí de mi casa, acompañada de mi criado y de muchas imaginaciones, y me puse en camino de la ciudad á pie, llevada en vuelo del deseo de llegar, ya que no á estorbar lo que tenía por hecho, á lo menos á decir á don Fernando me dijese con qué alma lo había hecho. Llegué en dos días y medio donde quería; y en entrando por la ciudad, pregunté por la casa de los padres de Luscinda, y el primero á quien hice la pregunta me respondió más de lo que yo quisiera oir. Díjome la casa y todo lo que había sucedido en el desposorio de su hija; cosa tan pública en la ciudad, que se hacían corrillos