—Decidme, señor, dijo Dorotea: esta señora, ¿es cristiana ó mora? porque el traje y el silencio nos hace pensar que es lo que no querríamos que fuese.
—Mora es en el traje y en el cuerpo; pero en el alma es muy grande cristiana, porque tiene grandísimos deseos de serlo.
—Luego ¿no es bautizada? replicó Luscinda.
—No ha habido lugar para ello, respondió el cautivo, después que salió de Argel, su patria y tierra; y hasta agora no se ha visto en peligro de muerte tan cercana, que obligase á bautizalla sin que supiese primero todas las ceremonias que nuestra madre la santa Iglesia manda; pero Dios será servido que presto se bautice con la decencia que la calidad de su persona merece, que es más de lo que muestra su hábito y el mío.
Estas razones pusieron gana en todos los que escuchándole estaban, de saber quién fuesen la mora y el cautivo; pero nadie se lo quiso preguntar por entonces, por ver que aquella sazón era más para procurarles descanso, que para preguntarles sus vidas. Dorotea la tomó por la mano y la llevó á sentar junto á sí, y le rogó que se quitase el embozo. Ella miró al cautivo, como si le preguntara le dijese lo que decían y lo que ella haría. El en lengua arábiga le dijo que le pedían se quitase el embozo, y que lo hiciese: y así, se lo quitó, y descubrió un rostro tan hermoso, que Dorotea la tuvo por más hermosa que á Luscinda, y Luscinda por más hermosa que á Dorotea; y todos los circunstantes conocieron que si alguno se podría igualar al de las dos era el de la mora, y aun hubo algunos que la aventajaron en alguna cosa. Y como la hermosura tenga prerrogativa y gracia de reconciliar los ánimos y atraer las voluntades, luego se rindieron todos al deseo de servir y agasajar á la hermosa mora.
Preguntó don Fernando al cautivo cómo se llamaba la mora, el cual respondió que Lela Zoraida; y así como esto oyó ella, entendió lo que le habían preguntado al cautivo, y dijo con mucha priesa, llena de congoja y donaire: