Y el decir esto, y el darle con la punta del cuchillo los lomos de un conejo fiambre, todo fué uno.
Tomólo y agradeciólo el cabrero, bebió y sosegóse, y luego dijo:
—No querría que, por haber yo hablado con esta alimaña tan en seso, me tuviesen vuestras mercedes por hombre simple; que en verdad que no carecen de misterio las palabras que le dije. Rústico soy, pero no tanto, que no entienda cómo se ha de tratar con los hombres y con las bestias.
—Eso creo yo muy bien, dijo el cura; que ya yo sé de experiencia que los montes crían letrados, y las cabañas de los pastores encierran filósofos.
—A lo menos, señor, replicó el cabrero, acogen hombres escarmentados; y para que creáis esta verdad, y la toquéis con la mano, aunque parezca que sin ser rogado me convido, si no os enfadáis dello, y queréis, señores, un breve espacio prestarme oído atento, os contaré una verdad que acredite lo que ese señor (señalando al cura) ha dicho, y la mía.
A esto respondió don Quijote:
—Por ver que tiene este caso un no sé qué de sombra de aventura de caballería, yo por mi parte os oiré, hermano, de muy buena gana, y así lo harán todos estos señores, por lo mucho que tienen de discretos y de ser amigos de curiosas novedades, que suspendan, alegren y entretengan los sentidos, como sin duda pienso que lo ha de hacer vuestro cuento. Comenzad, pues, amigo, que todos escucharemos.
—Saco la mía, dijo Sancho; que yo á aquel arroyo me voy con esta empanada, donde pienso hartarme por tres días; porque he oído decir á mi señor don Quijote, que el escudero de caballero andante ha de comer, cuando se le ofreciere, hasta no poder más, á causa que se les suele ofrecer entrar acaso por una selva tan intricada, que no aciertan á salir della en seis días; y si el hombre no va harto ó bien proveídas las alforjas, allí se podrá quedar, como muchas veces se queda, hecho carne momia.