—Agora, valerosa compañía, veredes cuánto importa que haya en el mundo caballeros que profesen la orden de la andante caballería; agora digo que veredes, en la libertad de aquella buena señora, que allí va cautiva, si se han de estimar los caballeros andantes.
Y en diciendo esto, apretó los talones á Rocinante, porque espuelas no las tenía, y á todo galope (porque carrera tirada no se lee en toda esta verdadera historia que jamás la diese Rocinante) se fué á encontrar con los diciplinantes; bien que fueron el cura y el canónigo y barbero á detenelle; mas no les fué posible, ni menos le detuvieron las voces que Sancho le daba, diciendo.
—¿Adónde va, señor don Quijote? ¿Qué demonios lleva en el pecho, que le incitan á ir contra nuestra fe católica? Advierta, ¡mal haya yo! que aquélla es procesión de diciplinantes, y que aquella señora que llevan sobre la peana es la imagen benditísima de la Virgen sin mancilla: mire, señor, lo que hace; que por esta vez se puede decir que no se lo sabe.
Fatigóse en vano Sancho, porque su amo iba tan puesto en llegar á los ensabanados y en librar á la señora enlutada, que no oyó palabra; y aunque la oyera, no volviera, si el rey se lo mandara. Llegó, pues, á la procesión, y paró á Rocinante, que ya llevaba harto deseo de quietarse un poco, y con turbada y ronca voz dijo:
—Vosotros, que quizá por no ser buenos os encubrís los rostros, atended y escuchad lo que deciros quiero.
Los primeros que se detuvieron fueron los que la imagen llevaban; y uno de los cuatro clérigos que cantaban las ledanías, viendo la extraña catadura de don Quijote, la flaqueza de Rocinante, y otras circunstancias de risa que notó y descubrió en don Quijote, le respondió, diciendo:
—Señor hermano, si nos quiere decir algo, dígalo presto, porque se van estos hermanos abriendo las carnes, y no podemos, ni es razón que nos detengamos á oir cosa alguna, si ya no es tan breve, que en dos palabras se diga.