acomodados á sus sucesos, porque, en aquel punto, olvidándose de Baldovinos, se acordó del moro Abindarráez, cuando el alcaide de Antequera, Rodrigo de Narváez, le prendió y llevó cautivo á su alcaidía; de suerte que, cuando el labrador le volvió á preguntar que cómo estaba y qué sentía, le respondió las mismas palabras y razones que el cautivo Abencerraje respondía á Rodrigo de Narváez, del mismo modo que él había leído la historia en la Diana de Jorge de Montemayor, donde se escribe; aprovechándose della tan de propósito, que el labrador se iba dando al diablo de oír tanta máquina de necedades, por donde conoció que su vecino estaba loco; y dábase priesa á llegar al pueblo, por excusar el enfado que don Quijote le causaba con su larga arenga. Al cabo de la cual dijo:
—Sepa vuestra merced, señor don Rodrigo de Narváez, que esta hermosa Jarifa, que he dicho, es ahora la linda Dulcinea del Toboso, por quien yo he hecho, hago y haré los más famosos hechos de caballerías que se han visto, vean ni verán en el mundo.
A esto respondió el labrador:
—Mire vuestra merced, señor, ¡pecador de mí! que yo no soy don Rodrigo de Narváez ni el Marqués de Mantua, sino Pedro Alonso, su vecino; ni vuestra merced es Baldovinos ni Abindarráez, sino el honrado hidalgo del señor Quijano.
—Yo sé quién soy, respondió don Quijote, y sé que puedo ser, no sólo los que he dicho, sino todos los doce pares de Francia, y aun todos los nueve de la Fama, pues á todas las hazañas que ellos, todos juntos y cada uno por sí, hicieron, se aventajarán las mías.
En estas pláticas y en otras semejantes llegaron al lugar á la hora que anochecía; pero el labrador aguardó á que fuese algo más noche, porque no viesen al molido hidalgo tan mal caballero.
Llegada, pues, la hora que le pareció, entró en el pueblo y en casa de don Quijote, la cual halló toda alborotada, y estaban en ella el cura y el barbero del lugar, que eran grandes amigos de don Quijote; y estaba diciéndoles su ama á voces: