—¿Qué le parece á vuestra merced, señor licenciado Pero Pérez —que así se llamaba el cura—, de la desgracia de mi señor? Dos días ha que no parecen él, ni el rocín, ni la adarga, ni la lanza, ni las armas. ¡Desventurada de mí! que me doy á entender (y así es ello la verdad, como nací para morir) que estos malditos libros de caballerías, que él tiene y suele leer tan de ordinario, le han vuelto el juicio, que ahora me acuerdo haberle oído decir muchas veces, hablando entre sí, que quería hacerse caballero andante é irse á buscar las aventuras por esos mundos. Encomendados sean á Satanás y á Barrabás tales libros, que así han echado á perder el más delicado entendimiento que había en toda la Mancha.
La sobrina decía lo mismo, y aun decía más:
—Sepa, señor maese Nicolás (que este era el nombre del barbero), que muchas veces le aconteció á mi señor tío estarse leyendo en estos desalmados libros de desventuras dos días con sus noches, al cabo de los cuales arrojaba el libro de las manos y ponía mano á la espada, y andaba á cuchilladas con las paredes; y, cuando estaba muy cansado, decía que había muerto á cuatro gigantes como cuatro torres; y el sudor que sudaba del cansancio, decía que era sangre de las feridas que había recibido en la batalla; y bebíase luego un gran jarro de agua fría, y quedaba sano y sosegado, diciendo que aquella agua era una preciosísima bebida que le había traído el sabio Esquife, un grande encantador y amigo suyo. Mas, yo me tengo la culpa de todo, que no avisé á vuestras mercedes de los disparates de mi señor tío, para que lo remediaran antes de llegar á lo que ha llegado y quemaran todos estos descomulgados libros; que tiene muchos que bien merecen ser abrasados, como si fuesen de herejes.
—Esto digo yo también, dijo el cura, y á fe que no se pase el día de mañana sin que dellos no se haga auto público, y sean condenados al fuego, porque no den ocasión, á quien los leyere, de hacer lo que mi buen amigo debe de haber hecho.
Todo esto estaban oyendo el labrador y don Quijote, con que