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DON QUIJOTE DE LA MANCHA

acabó de entender el labrador la enfermedad de su vecino; y así, comenzó á decir:

—Abran vuestras mercedes al señor Baldovinos y al señor marqués de Mantua, que viene mal ferido, y al señor moro Abindarráez, que trae cautivo el valeroso Rodrigo de Narváez, alcaide de Antequera.

A estas voces salieron todos; y como conocieron los unos á su amigo, las otras á su amo y tío, que aun no se había apeado del jumento porque no podía, corrieron á abrazarle. El dijo:

—Ténganse todos, que vengo mal ferido por la culpa de mi caballo: llévenme á mi lecho, y llámese, si fuere posible, á la sabia Urganda, que cure y cate mis feridas.

—¡Mira, en hora mala, dijo á este punto el ama, si me decía á mí bien mi corazón del pie que cojeaba mi señor! Suba vuestra merced en buen hora; que, sin que venga esa Urganda, le sabremos aquí curar. ¡Malditos, digo, sean otra vez y otras ciento estos libros de caballerías, que tal han parado á vuestra merced!

Lleváronle luego á la cama, y catándole las feridas no le hallaron ninguna, y él dijo que todo era molimiento por haber dado una gran caída con Rocinante, su caballo, combatiéndose con diez jayanes, los más desaforados y atrevidos que se pudieran fallar en gran parte de la tierra.

—¡Ta, ta! dijo el cura: ¿jayanes hay en la danza? para mi santiguada, que yo los queme mañana antes que llegue la noche.

Hiciéronle á don Quijote mil preguntas, y á ninguna quiso responder otra cosa sino que le diesen de comer y le dejasen dormir, que era lo que más le importaba.

Hízose así, y el cura se informó muy á la larga del labrador, del modo que había hallado á don Quijote. El se lo contó todo, con los disparates que al hallarle y al traerle había dicho, que fué poner más deseo en el licenciado de hacer lo que otro día hizo, que fué llamar á su amigo el barbero maese Nicolás, con el cual se vino á casa de don Quijote.