El tomó un bodigo de aquellos, el que mejor le paresció, y, dándome mi llave, se fué muy contento, dejándome más a mí.
Mas no toqué en nada por el presente, porque no fuese la falta sentida, y aun porque me vi de tanto bien señor parescióme que la hambre no se me osaba allegar. Vino el misero de mi amo, y quiso Dios no miró en la oblada que el ángel había llevado.
Y otro día, en saliendo de casa, abro mi paraíso panal y como entre las manos y dientes un bodigo, y en dos credos le hice invisible, no se me olvidando el arca abierta. Y comienzo a barrer la casa con mucha alegría, paresciéndome con aquel remedio remediar dende en adelante la triste vida. Y así estuve con ello aquel día y otro gozoso. Mas no estaba en mi dicha que me durase mucho aquel descanso, porque luego, al tercero día, me vino la terciana derecha.
Y fué que veo a deshora al que me mataba de hambre sobre nuestro arcaz, volviendo y revolviendo, contando y tornando a contar los panes. Yo disimulaba, y en mi secreta oración y devociones y plegarias decía:
«¡San Juan y ciégale!»
Después que estuvo un gran rato echando la cuenta, por días y dedos contando, dijo:
—Si no tuviera a tan buen recaudo esta arca, yo dijera que me habían tomado de ella panes; pero de hoy más, sólo por cerrar la puerta a la sospecha, quiero tener buena cuenta con ellos: nueve quedan y un pedazo.