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Levantando bien el palo, pensando tenerla debajo y darle tal garrotazo que la matase, con toda su fuerza me descargó en la cabeza un tan gran golpe, que sin ningún sentido y muy mal descalabrado me dejó.

Como sintió que me había dado, según yo debía hacer gran sentimiento con el fiero golpe, contaba él que se había llegado a mí y, dándome grandes voces llamándome, procuró recordarme. Mas como me tocase con las manos, tentó la mucha sangre que se me iba, y conosció el daño que me había hecho. Y con mucha priesa fué a buscar lumbre, y, llegando con ella, hallóme quejando, todavía con mi llave en la boca, que nunca la desamparé, la mitad fuera, bien de aquella manera que debía estar al tiempo que silbaba con ella.

Espantado el matador de culebras que podría ser aquella llave, miróla, sacándomela del todo de la boca, y vió lo que era, porque en las guardas nada de la suya diferenciaba. Fué luego a probarla, y con ella probó el maleficio.

Debió de decir el cruel cazador:

«El ratón y culebra que me daban guerra y me comian mi hacienda he hallado.»

De lo que sucedió en aquellos tres días siguientes ninguna fe daré, porque los tuve en el vientre de la ballena; mas de cómo esto que he contado oí, después que en mí torné, decir a mi amo, el cual a cuantos allí venían lo contaba por extenso.

A cabo de tres días yo torné en mi sentido, y vime echado en mis pajas, la cabeza toda emplastada y llena de aceites y ungüentos, y, espantado, dije: