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—Señor: hasta que dió las dos estuve aquí, y de que vi que vuestra merceo no venía, fuíme por esa ciudad a encomendarme a las buenas gentes, y hanme dado esto que veis.

Mostréle el pan y las tripas, que en un cabo de la halda traía, a la cual él mostró buen semblante, y dijo:

—Pues esperado te he a comer, y de que vi que no viniste, comí, Mas tú haces como hombre de bien en eso. Que más vale pedirlo por Dios que no hurtarlo. Y así él me ayude como ello me paresce bien, y solamente te encomiendo no sepan que vives conmigo, por lo que toca a mi honra. Aunque bien creo que será secreto, según lo poco que en este pueblo soy conocido. ¡Nunca a él yo hubiera de venir!

—De eso pierda, señor, cuidado—le dije yo—, que maldito aquel que ninguno tiene de pedirme esa cuenta ni yo de darla.

—Agora, pues, come, pecador. Que, si a Dios place, presto nos veremos sin necesidad. Aunque te digo que después que en esta casa entré nunca bien me ha ido. Debe ser de mal suelo. Que hay casas desdichadas y de mal pie, que a los que viven en ellas pegan la desdicha. Esta debe ser, sin duda, de ellas; mas yo te prometo, acabado el mes, no quede en ella aunque me la den por mía.

Sentéme al cabo del poyo, y, por que no me tuviese por glotón, callé la merienda. Y comienzo a cenar y morder en mis tripas y pan, y disimuladamente miraba al desventurado señor mio, que no partía sus ojos de mis faldas, que aquella sazón servían de