Luis XVIII; podía distinguir sus capotes blancos y sus vestidos carmesí hácia el norte del horizonte, los lanceros de Bonaparte que espiaban, y seguian nuestra retirada paso á paso, mostraban de vez en cuando la banderola tricolor de sus lanzas en el horizonte opuesto.
La pérdida de una herradura habia detenido mi caballo; era jóven y fuerte; y metiéndole las espuelas, lo hice apresurar el paso para reunirme con el escuadron; presto obedeció mi indicacion, y partió á galope. Metí la mano en mi cinturon; estaba bien abastecido de oro; oí sonar la vaina de hierro de mi sable sobre el estribo, y me sentí lleno de entusiasmo y de valor, y completamente dichoso. Seguia lloviendo, y seguia yo cantando. Pero al fin me callé, aburrido de no oir mas acentos que los mios, y escuché entonces tan solo la lluvia, y las pisadas de mi caballo, que chapoteaba en la rodada. Concluyóse la parte empedrada del camino; me sentia hundir á cada momento, y tuve que seguir caminando al paso. Mis botas altas recibian un baño de lodo espeso y, amarillo por fuera, y por dentro se llenaba de agua. Miraba mis charreteras de oro, nuevas, nuevas; mi felicidad y mi consuelo!... y con tristeza las veia herizarse con el agua.
Mi caballo bajó la cabeza; hice lo mismo, y me puse á pensar y á preguntarme por primera vez―adonde iba.—Nada sabia absolutamente, pero, seguro de que adonde quiera que fuese mi escuadron, alli era mi deber estar; este pensamiento dejó pronto de inquietarme. Al sentir en mi corazon una calma tan profunda é inalterable, di gracias por este sentimiento inefable del deber, y traté de esplicármelo. Viendo de cerca las mas penosas y desusadas fatigas soportadas alegremente por tantas cabezas rubias y canas, y á miles hombres de un porvenir asegurado, arriesgarse caballerosamente y tomar parte en esa satisfaccion maravillosa que dá á todo hombre la conviccion de que no puede sustraerse á ninguna de las deudas de honor, comprendí que era una cosa mucho mas fácil, y mucho mas comun de lo que se cree—la abnegacion.
Me preguntaba si la abnegacion y de sí mismo no era un sentimiento nacido con nosotros: lo que era esa necesidad de obedecer y de entregar la voluntad en otras manos como una cosa pesada é importuna; donde procedia la felicidad secreta de desembarazarse de esta carga, y cómo el orgullo humano no se rebelaba jamás. Veia bien á ese misterioso instinto ligar por todas partes á las familias, al pueblo en poderosas haces, pero nada veia semejante, nada tan completo, tan formidable como en el soldado, la renuncia a sus acciones, á sus palabras, á sus deseos, y casi hasta á sus pensamientos. Veia en todas partes la posible y usada resistencia, el ciudadano teniendo en todos los lugares una obediencia perspicaz é inteligente que examina, y que puede detenerse. Veia tambien, aun la tierna sumisión de la muger concluirse, cuando el