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EL ROBINSON SUIZO.

traño aparejo; pero no pudiendo el chico por su falta de fuerzas y poca estatura soltar las correas que sujetaban el aparato, tomó por buen expediente saltar sobre el burro, y arrellanándose entre los toneles, arreándole á más no poder, se presentó ante nosotros cabalgando en esta forma. No pude disimular la risa al ver esta escena grotesca; pero como consideré poco grato para el pobre animal tan intempestivo ejercicio, acerquéme para ayudar á apearse á mi hijo. Entónces fue cuando por primera vez observé que llevaba un cinto de cuero que sujetaba dos pistolas.

—¡Ave María! ¿Quién te ha equipado así? le pregunté. Pareces un contrabandista.

—Mi propia industria, contestó con aire satisfecho. Y no es esto sólo: ¡repara en los perros, papá!

En efecto, observé que los alanos estaban armados con carlancas hechas del mismo cuero que el cinto.

—Está muy bien, dije, y mejor aun, si tú sólo has sido el autor y ejecutor de la obra.

—Yo, yo lo he sido todo; yo he arreglado la piel; únicamente mamá me ha ayudado á coserla.

—Esa es más negra. ¿Y de dónde has sacado la piel, el hilo y las agujas?

—El chacal de Federico ha suministrado la tela, dijo á la sazon mi esposa; en cuanto á las agujas é hilo, puedes contar que á una buena ama de gobierno nunca le faltan avíos de coser. A vosotros como hombres no se os ocurren sino cosas grandes y de bulto; las mujeres cuidamos más de las pequeñas, que no porque lo sean dejan de ser útiles y prestar gran servicio en circunstancias dadas como esta. Hé aquí por qué he guardado un laberinto de cosas en ese saco, que habeis dado en llamar encantado, y al que tendréis que recurrir no pocas veces.

Alabé como era justo la destreza del flamante curtidor, y no ménos la gran prevision de mi esposa; y notando que Federico sentia el mal uso que en su concepto se habia hecho del chacal destrozando su piel, reprendile por el mal humor que tan sin razon mostraba, y que no podia disimular, con lo cual se serenó algun tanto.

—Es preciso, dije, echar al agua el cadáver de esa fiera que nos está ya apestando.

—El que tan bien ha sabido desollarle que se encargue de esa tarea, repuso Federico algo picado.

—¿Te parece contestacion digna de mi hijo mayor? le dije á media voz.

Al fin me comprendió, y con aire placentero y resuelto exclamó:

—Verdad es que Santiago y el chacal nos están apestando; pero miéntras esté con nosotros, que se quite de encima esa prenda propia de un contrabandista ó salteador, y yo con gusto le ayudaré á arrojar al mar los restos de mi pobre chacal.