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pa es otra cosa. Así pensaba Zaldúa, que debía gran parte de su buen éxito a esta honradez formal; a esta seriedad y buena fe en los negocios, una vez emprendidos los de ventaja. Pues bien; el mismo criterio llevó a su otro negocio. Sería no conocerle pensar que él había de ser hipócrita, escéptico: no; se aplicó de buena fe a las prácticas religiosas, y si, modestamente, al sentir el dolor de sus pecados, se contentó con el de atrición, fué porque comprendió, con su gran golpe de vista, que no estaba la Magdalena para tafetanes, y que a D. Fermín Zaldúa no había que pedirle la contrición, porque no la entendía. Por temor al castigo, a perder el alma, fué, pues, devoto; pero este temor no fué fingido, y la creencia ciega, absoluta, que se le pidió para salvarse, la tuvo sin empacho y sin el menor esfuerzo. No comprendía cómo había quien se empeñaba en condenarse por el capricho de no querer creer cuanto fuera necesario. Él lo creía todo, y aun llegó, por una propensión común a los de su laya, a creer más de lo conveniente, inclinándole al fetichismo disfrazado y a las más claras supersticiones.

En tanto que Zaldúa edificaba el alma como podía, su palacio era emporio de la devoción ostensible y aun ostentosa, eterno jubileo, basílica de los negocios píos de toda la provincia, y a no ser profanación excusable, llamáralo lonja de los contratos ultratelúricos.

Mas sucedió a lo mejor, y cuando el caudal de D. Fermín estaba recibiendo los más fervientes y