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abundantes bocados de la piedad solícita, que el diablo, o quien fuese, inspiró un sueño, endemoniado, si fué del diablo, en efecto, al insigne banquero.

Soñó de esta manera. Había llegado la de vámonos; él se moría, se moría sin remedio, y don Mamerto, a la cabecera de su lecho, le consolaba diciendo:

—Ánimo, don Fermín, ánimo, que ahora viene la época de cosechar el fruto de lo sembrado. Usted se muere, es verdad, pero ¿qué? ¿Ve usted este papelito? ¿Sabe usted lo que es?—Y don Mamerto sacudía ante los ojos del moribundo una papeleta larga y estrecha.

—Eso... parece una letra de cambio.

—Y eso es, efectivamente. Yo soy el librador y usted es el tomador; usted me ha entregado a mí, es decir, ha entregado a la Iglesia, a los pobres, a los hospitales, a las ánimas, la cantidad... equis.

—Un buen pico.

—¡Bueno! Pues bueno; ese pico mando yo, que tengo fondos colocados en el cielo, porque ya sabe usted que ato y desato, que se lo paguen a su espíritu de usted en el otro mundo, en buena moneda de la que corre allí, que es la gracia de Dios, la felicidad eterna. A usted le enterramos con este papelito sobre la barriga, y por el correo de la sepultura esta letra llega a poder de su alma de usted, que se presenta a cobrar ante San Pedro; es decir, a recibir el cacho de gloria, a la vista,