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en su sepultura con un papel sobre la barriga; pero un papel de más bulto y de otra forma que la letra de cambio que él había mandado al cielo.

Era el protesto.

Todo lo que había sacado en limpio de sus afanes por el otro negocio.

Ni siquiera le quedaba el consuelo de presentarse en juicio a exigir del librador, del pícaro D. Mamerto, los gastos del protesto ni las demás responsabilidades, porque la sepultura estaba cerrada a cal y canto, y además los pies los tenía ya hechos polvo.

IV

Cuando despertó D. Fermín, vió a la cabecera de su cama al maestrescuela, que le sonreía complaciente y aguardaba su despertar, para recordarle la promesa de pagar toda la obra de fábrica de una nueva y costosísima institución piadosa.

—Dígame usted, amigo don Mamerto—preguntó Zaldúa, cabizbajo y cejijunto como el San Pedro que no había aceptado la letra—, ¿debe creerse en aquellos sueños que parecen providenciales, que están compuestos con imágenes que pertenecen a las cosas de nuestra sacrosanta religión, y nos dan una gran lección moral y sano aviso para la conducta futura?

—¡Y cómo si debe creerse!—se apresuró a contestar el canónigo, que en un instante hizo su composición de lugar, pero trocando los frenos y equi-