ponerse en pie sobre el mantel, pasearse entre los platos y aun, en solemnes ocasiones, metió un zapato en la sopa, como si fuera un charco. Deplorable educación... pero adorable criatura. ¡Oh, si no tuviera que crecer, no la educaba; y pasaría la vida metiendo los pies en el caldo! Más que a su madre, más que a mí, quiere a ratos la reina de Saba a Maolito, su novio, un vecino de siete años, mucho más hermoso que yo y sin barbas que piquen al besarle.
Maolito es nuestro eterno convidado; Rosina le sienta junto a sí, y entre cucharada y cucharada le admira, le adora... y le palpa, untándole la cara de grasa y otras lindezas. No cabe duda; mi hija está enamorada a su manera, a lo ángel, de Maolito.
Una tarde, a los postres, Rosina gritó con su tono más imperativo y más apasionado y elocuente, con la voz a que yo no puedo resistir, a que siempre me rindo...
—Papá... yo quere que papá sea rey (rey lo dice muy claro) y que haga ministo y general a Maolito, que quere a mí...
—No, tonta—interrumpió Maolito, que tiene la precocidad de todos los españoles—; tu papá no puede ser rey; di tú que quieres que sea ministro y que me haga a mí subsecretario.
Calló otra vez Aurelio Marco y suspiró, y añadió después, como hablando consigo mismo: