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Así se acordó. En una Asamblea universal, para elegir cuyos miembros hubo terribles disturbios, palos, pedradas, tiros (de modo y manera que por poco se acaba la gente sin necesidad del suicidio); digo que en una Asamblea universal se votó definitivamente el fin del mundo, por lo que tocaba a los hombres, y se dieron plenos poderes al doctor Adambis para que cortara y rajara a su antojo.

El empréstito se había cubierto una vez y cuartillo (menos que el de Panamá), porque la humanidad de entonces, como la de ahora, se prestaba a entusiasmarse, a suicidarse; se prestaba a todo menos a prestar dinero.

Con auxilio de los Gobiernos, pudo Adambis llevar a cabo su obra magna, que por medio de aplicaciones mecánicas de condiciones químicas hoy desconocidas, puso a todos los hombres de la tierra en contacto con la muerte.

Se trataba de no sé qué diablo de fuerza recientemente descubierta que, mediante conductores de no se sabe ahora qué género, convertía el globo en una gran red que encerraba en sus mallas mortíferas a todos los hombres, velis nolis. Había la seguridad de que ni uno solo podría escaparse del estallido universal. Adambis recordó al público en otro folleto, al revelar su invención, que ya un sabio antiquísimo que se llamaba, no estaba seguro si Renán o Fustigueras, había soñado con un poder que pusiera en manos de los sabios el destino de la humanidad, merced a una fuerza des-