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Se remontaron mucho.

Huían, sin decirse nada, de la tierra en que habían nacido.

Sabía Adambis que donde quiera que posase el vuelo, encontraría un cementerio. ¡Toda la humanidad muerta, y por obra suya!

Evelina, en cuanto calculó que estarían ya lejos de su país, opinó que debían descender. Su repugnancia, que no llegaba a remordimiento, se limitaba al espectáculo de la muerte en tierra conocida... "Ver cadáveres extranjeros no la espantaría." Pero el doctor no sentía así. Después de su gran crimen (pues aquello había sido un crimen), ya sólo encontraba tolerable el aire; la tierra no. Flotar entre nubes por el diáfano cielo azul... menos mal; pero tocar en el suelo, ver el mundo sin hombres... eso no; no se atrevía a tanto. "¡Todos muertos! ¡Qué horror!" Cuantas más horas pasaban, más aumentaba el miedo de Adambis a la tierra.

Evelina, asomada a una ventanilla del globo, iba ya distraída contemplando el paisaje. El fresco la animaba; un vientecillo sutil, que jugaba con los rizos de su frente, la hacía cosquillas. "No se estaba mal allí."

Pero de repente se acordó de algo. Volvióse al doctor, y dijo:

—Chico, tengo hambre.

El doctor, sin decir palabra, tomó del bolsillo del frac una especie de petaca, y de ésta sacó un rollo que semejaba un cigarro puro. Era una quinta esencia alimenticia, invención del doctor