mismo. Con aquel cigarro-comestible se podía pasar perfectamente dos o tres días sin más alimento.
—No; quiero comer de veras. Vuestra comida química me apesta, ya lo sabes. Yo no como por sustentar el cuerpo; como, por comer, por gusto; el hambre que yo tengo no se quita con alimentarse, sino satisfaciendo el paladar; ya me entiendes, quiero comer bien. Descendamos a la tierra; en cualquier parte encontraremos provisiones; todo el mundo es nuestro. Ahora se me antoja ir a comer el almuerzo o la cena que tuvieran preparados el Emperador y la Emperatriz de Patagonia; ¡ea, guía hacia la Patagonia; anda, y a escape, a toda máquina!...
Adambis, pálido de emoción, con voz temblorosa, a la que en vano procuraba dar tonos de energía, se atrevió a decir:
—Evelina; ya sabes... que siempre he sido esclavo voluntario de tus caprichos... pero en esta ocasión... perdóname si no puedo complacerte. Primero me arrojaré de cabeza desde este globo, que descender a la tierra... a robarle la comida a cualquiera de mis víctimas. Asesino fuí; pero no seré ladrón.
—¡Imbécil! Todo lo que hay en la tierra es tuyo; tú serás el primer ocupante...
—Evelina, pide otra cosa. Yo no bajo.
—Y entonces... ¿nos vamos a morir aquí de hambre?
—Aquí tienes mis cigarros de alimento.