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llón, mueble tradicional en la familia; que había sido como un regazo para algunos abuelos caducos y último lecho del padre de Juan. El niño se ponía de rodillas sobre el asiento, apoyaba las manos en el respaldo, y desde allí predicaba al silencio y a las luces que chisporroteaban, lleno de unción, arrebatado a veces por una elocuencia interior que en la expresión material se traducía en frases incoherentes, en gritos de entusiasmo, algo parecido a la glosolalia de las primitivas iglesias. A veces, fatigado de tanto sentir, de tanto perorar, de tanto imaginar, Juan de Dios apoyaba la cabeza sobre las manos, haciendo almohada del antepecho de su púlpito; y, con lágrimas en los ojos, se quedaba como en éxtasis, vencido por la elocuencia de sus propios pensares, enamorado de aquel mundo de pecadores, de ovejas descarriadas que él se figuraba delante de su cátedra apostólica, y a las que no sabía cómo persuadir para que, cual él, se derritiesen en caridad, en fe, en esperanza, habiendo en el cielo y en la tierra tantas razones para amar infinitamente, ser bueno, creer y esperar. De esta precocidad sentimental y mística apenas sabía nadie; de aquel llanto de entusiasmo piadoso, que tantas veces fué rocío de la dulce infancia de Juan, nadie supo en el mundo jamás: ni su madre.

III

Pero sí de sus consecuencias; porque, como los ríos van a la mar, toda aquella piedad corrió na-