turalmente a la Iglesia. La pasión mística del niño hermoso de alma y cuerpo fué convirtiéndose en cosa seria; todos la respetaron; su madre cifró en ella, más que su orgullo, su dicha futura; y sin obstáculo alguno, sin dudas propias ni vacilaciones de nadie, Juan de Dios entró en la carrera eclesiástica; del altar de su alcoba pasó al servicio del altar de veras, del altar grande con que tantas veces había soñado.
Su vida en el seminario fué una guirnalda de triunfos de la virtud, que él apreciaba en lo que valían, y de triunfos académicos que, con mal fingido disimulo, despreciaba. Sí; fingía estimar aquellas coronas que hasta en las cosas santas se tejen para la vanidad; y fingía por no herir el amor propio de sus maestros y de sus émulos. Pero, en realidad, su corazón era ciego, sordo y mudo para tal casta de placeres; para él, ser más que otros, valer más que otros, era una apariencia, una diabólica invención; nadie valía más que nadie; toda dignidad exterior, todo grado, todo premio eran fuegos fatuos, inútiles, sin sentido. Emular glorias era tan vano, tan soso, tan inútil como discutir; la fe defendida con argumentos le parecía semejante a la fe defendida con la cimitarra o con el fusil. Atravesó por la filosofía escolástica y por la teología dogmática sin la sombra de una duda; supo mucho, pero a él todo aquello no le servía para nada. Había pedido a Dios, allá cuando niño, que la fe se la diera de granito, como una fortaleza que tuviese por cimientos las