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y poderosa opinión, del jefe de la tropa vencedora, aquel señorito tronado era el capitán del grupo de anarquistas sorprendidos en la Biblioteca. A todos se les formó Consejo de guerra, como era regular. La justicia sumarísima de la Temis marcial fué ayudada en su ceguera por el egoísmo y el miedo del verdadero cabecilla y por el rencor de sus compañeros. Estaban furiosos todos contra aquel traidor, aquel policía secreto, o lo que fuera, que les había embaucado con sus sofismas, con sus retóricas, y les había hecho olvidarse de su misión redentora, de su situación, del peligro... Todos declararon contra él. Sí, Vidal era el jefe. El cabecilla salvaba con esto la vida, porque la misericordia en estado de sitio decretó que la última pena sólo se aplicara a los cabezas de motín; a esta categoría pertenecía, sin duda, Vidal; y mientras el que quería discutir con él las bases de la sociedad, el cabecilla verdadero, quedaba en el mundo para predicar, e incendiar en su caso, el pobre jornalero del espíritu, el distraído y erudito Fernando Vidal pasaba a mejor vida por la vía sumaria de los clásicos y muy conservadores cuatro tiritos.


El Señor
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