Página:El Señor y lo demás son cuentos (1919).djvu/182

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do ni quiero buscar remedio ni represalias; porque no sé si hay algo que remediar, ni si es justo remediarlo... No duermo, no digiero, soy pobre, no creo, no espero..., no odio..., no me vengo... Soy un jornalero de una terrible mina que vosotros no conocéis, que tomaríais por el infierno si la vierais, y que, sin embargo, es acaso el único cielo que existe... Matadme si queréis, pero respetad la Biblioteca, que es un depósito de carbón para el espíritu del porvenir..." La plebe, como siempre que oye hablar largo y tendido, en forma oratoria, callaba, respetando el misterio religioso del pensamiento obscuro; deidad idolátrica de las masas modernas y tal vez de las de siempre...

La retórica había calmado las pasiones; los obreros no estaban convencidos, sino confusos, apaciguados a su despecho.

Algo quería decir aquel hombre.

Como un contagio, se les pegaba la enfermedad de Vidal, olvidaban la acción y se detenían a discurrir, a meditar, quietos.

Hasta el lugar, aquellas paredes de libros, les enervaba. Iban teniendo algo de león enamorado, que se dejó cortar las garras.

De pronto oyeron ruido lejano. Tropel de soldados subía por la escalera. Estaban perdidos. Hubo una resistencia inútil. Algunos disparos; dos o tres heridos. A poco, aquel grupo extraviado de la insurrección vencida, estaba en la cárcel. Vidal fué entre ellos, codo con codo. En opinión terrible,