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—¡Ay, Abel! Ahora que la vejez se aproxima, envidias mi suerte, mi sistema, mi filosofía—exclamaba D. Joaquín, sentado en la verde pradera, con un llacón entre las piernas. (Un llacón creo que es un pernil.)

—No envidio tal—contestaba Abel, que enfrente de su amigo, en igual postura, hacía saltar el lacre de una botella y le limpiaba el polvo con un puñado de heno.

—Sí, envidias tal; en estos momentos de expansión y de dulces piscolabis lo confiesas; y, ¿a quién mejor que a mí, tu amigo verdadero desde la infancia hasta el infausto día de tu boda, que nos separó para siempre por un abismo que se llama doña Tomasa Gómez, viuda de Trujillo? Porque tú, ¡oh Trujillo! desde el momento que te casaste eres hombre muerto; quisiste tener digna esposa y sólo has hecho una viuda...

—Llevas cerca de treinta años con el mismo chiste... de mal género. Ya sabes que a Tomasa no le hace gracia...

—Pues por eso me repito.

—¡Cerca de treinta años!—exclamó don Abel, y suspiró, olvidándose de las tonterías epigramáticas de su amigo, sumiendo en el cuerpo un trago de vino del Priorato y el pensamiento en los recuerdos melancólicos de su vida de padre de familia con pocos recursos.

Y como si hablara consigo mismo continuó, mirando a la tierra:

—La mayor...