—Hola—murmuró Caín—; ¿ya cantamos en la mayor? Jumera segura... tristona como todas tus cosas.
—No te burles, libertino. La mayor nació... sí, justo; va para veintiocho, y la pobre, con aquellos nervios y aquellos ataques, y aquel afán de apretarse el talle... no sé, pero... en fin, aunque no está delicada... se ha descompuesto; ya no es lo que era, ya no... ya no me la llevan.
—Ánimo, hombre; sí te la llevarán... No faltan indianos... Y en último caso... ¿para qué están los amigos? Cargo yo con ella... y asesino a mi suegra. Nada, trato hecho; tú me das en dote esa botella, que no hay quien te arranque de las manos, y yo me caso con la (cantando) mayor.
—Eres un hombre sin corazón... un Lovelace.
—¡Ay, Lovelace! ¿Sabes tú quién era ése?
—La segunda, Rita, todavía se defiende.
—¡Ya lo creo! Dímelo a mí, que ayer por darla un pellizco salí con una oreja rota.
—Sí, ya sé. Por cierto que dice Tomasa que no le gustan esas bromas; que las chicas pierden...
—Dile a la de Gómez, viuda de Trujillo, que más pierdo yo, que pierdo las orejas, y dile también que si la pellizcase a ella puede que no se quejara...
—Hombre, eres un chiquillo; le ves a uno serio contándote sus cuitas y sus esperanzas... y tú con tus bromas de dudoso gusto...
—¿Tus esperanzas? Yo te las cantaré: La (cantando) Nieves...