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entrañas de la tierra, y Dios se lo había prometido con voces interiores, y Dios no faltaba a su palabra.

A pesar de su carrera brillante, excepcional, Juan de Dios, con humilde entereza, hizo comprender a su madre y a sus maestros y padrinos que con él no había que contar para convertirle en una lumbrera, para hacerle famoso y elevarle a las altas dignidades de la Iglesia. Nada de púlpito; bastante se había predicado a sí mismo desde el sillón de sus abuelos. La altura de la cátedra era como un despeñadero sobre una sima de tentación: el orgullo, la vanidad, la falsa ciencia estaban allí, con la boca abierta, monstruos terribles, en las obscuridades del abismo. No condenaba a nadie; respetaba la vocación de obispos y de Crisóstomos que tenían otros, pero él no quería ni medrar ni subir al púlpito. No quiso pasar de coadjutor de San Pedro, su parroquia. "¡Predicar! ¡ah! sí—pensaba.—Pero no a los creyentes. Predicar... allá... muy lejos, a los infieles, a los salvajes; no a las Hijas de María que pueden enseñarme a mí a creer y que me contestan con suspiros de piedad y cánticos cristianos: predicar ante una multitud que me contesta con flechas, con tiros, que me cuelga de un árbol, que me descuartiza."

La madre, los padrinos, los maestros, que habían visto claramente cuán natural era que el niño de aquella fiesta, de aquel altar, fuera sacerdote, no veían la última consecuencia, también muy natural, necesaria, de semejante vocación, de seme-