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—Justo; su día... era el día de la boda de la mayor. Porque lo natural era empezar por la primera. Era lo justo. Después... cuando ya no me hacía ilusiones, porque las chicas pierden con el tiempo y los noviazgos..., guardaba los frascos..., para la boda de la segunda.

Suspiró Abel.

Se puso muy serio Caín.

—Mi última esperanza era Nieves..., y a ésa por lo visto no la tira el matrimonio. Sin embargo, he aguardado, aguardado..., pero ya es ridículo..., ya...—Abel sacudió la cabeza y no pudo decir lo que quería, que era: lasciate ogni speranza. En fin, ¿cómo ha de ser?—Ya sabes; ahora mismo te llevas el otro frasco.

Y no hablaron más en todo el camino. La brisa les despejaba la cabeza y los viejos meditaban. Abel tembló. Fué un escalofrío de la miseria futura de sus hijas, cuando él muriera, cuando quedaran solas en el mundo, sin saber más que bailar y apergaminarse. ¡Lo que le había costado a él de sudores y trabajo el vestir a aquellas muchachas y alimentarlas bien para presentarlas en el mercado del matrimonio! Y todo en balde. Ahora..., él mismo veía el triste papel que sus hijas hacían ya en los bailes, en los paseos... Las veía en aquel momento ridículas, feas por anticuadas y risibles..., y las amaba más, y las tenía una lástima infinita desde la tumba en que él ya se contemplaba.

Caín pensaba en las pobres Contenciosas tam-