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Y habían pasado todos aquellos años, muchos, y el benedictino estaba allí, en la copa reluciente, de modo misterioso que Caín, triunfante, llevaba a los labios, relamiéndose a priori.

Pasó el solterón la lengua por los labios, volvió a oir el canto del ruiseñor, y contento de la creación, de la amistad, por un momento, exclamó:

—¡Excelente! ¡Eres un barbián! Excelentísimo señor benedictino, ¡bendita sea la Orden! Son unos sabios estos reverendos. ¡Excelente!

Abel bebió también. Mediaron el frasco.

Se alegraron; es decir, Abel, como Andrómaca, se alegró entristeciéndose.

A Caín, la alegría le dió esta vez por adular como vil cortesano.

Abel, ciego de vanidad y agradecido, exclamó:

—Lo que falta... lo beberemos mañana. El otro frasco... es tuyo; te lo llevas a tu casa esta noche.

Faltaba algo; faltaba una explicación. Caín la pedía con los ojillos burlones llenos de chispas.

A la luz de las primeras estrellas, al primer aliento de la brisa, cuando cogidos del brazo y no muy seguros de piernas, emprendieron la vuelta de casa, Abel, triste, humilde, resignado, reveló su secreto, diciendo:

—Estos frascos... este benedictino... regalo de rey...

—De rey...

—Este benedictino... lo guardaba yo...

—Para su día...