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de "Hágase en mí según tu palabra"; pero decir, no dijo nada. Se inclinó, se puso pálida, saludó muy a lo zurdo; por poco se cae del diván... Murmuró no se sabe qué gorjeos roncos...; pero lo que se llama hablar, ni pizca. ¡Su D. Ramón, el de sus idolatrías solitarias de lectora, admirando a su Pepe, a su marido de su alma! ¿Había felicidad mayor posible? No, no la había.

Baluarte, en noches posteriores, reparó varias veces en un joven que entre bastidores le saludaba y sonreía, como adorándole: era Pepe Noval, a quien su mujer se lo había contado todo. El chico sintió el mismo placer que su esposa, más el incomunicable del amor propio satisfecho; pero tampoco dió las gracias al crítico, porque le pareció una impertinencia. ¡Buena falta le hace a Baluarte, pensaba él, mi agradecimiento! Además, le tenía miedo. Saludarle, adorarle al paso, bien; pero hablarle, ¡quiá!

***

Murió Pepe Noval de viruelas, y su viuda se retiró del teatro, creyendo que para lo poco que habría de vivir, faltándole Pepe, le bastaba con sus mezquinos ahorrillos. Pero no fué así; la vida, aunque tristísima, se prolongaba; el hambre venía, y hubo que volver al trabajo. Pero ¡cuán otra volvió! El dolor, la tristeza, la soledad, habían impreso en el rostro, en los gestos, en el ademán, y hasta en toda la figura de aquella mujer, la solemne pátina de la pena moral, invencible, como fatal,