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trágica; sus atractivos de modesta y taciturna, se mezclaban ahora en graciosa armonía con este reflejo exterior y melancólico de las amarguras de su alma. Parecía, además, como que todo su talento se había trasladado a la acción; parecía también que había heredado la habilidad recóndita de su marido. La voz era la misma de siempre. Por eso el público, que al verla ahora al lado de Petra Serrano otra vez se fijó más, y desde luego, en Juana González, empezó a llamarla y aun a alabarla con este apodo: La Ronca. La Ronca fué en adelante para público, actores y críticos. Aquella voz velada, en los momentos de pasión concentrada, como pudorosa, era de efecto mágico; en las circunstancias ordinarias constituía un defecto que tenía cierta gracia, pero un defecto. A la pobre le faltaba el pito, decían los compañeros en la jerga brutal de bastidores.

Don Ramón Baluarte fué desde luego el principal mantenedor del gran mérito que había mostrado Juana en su segunda época. Ella se lo agradeció como él no podía sospechar: en el corazón de la sentimental y noble viuda, la gratitud al hombre admirado, que había sabido admirar a su vez al pobre Noval, al adorado esposo perdido, tal gratitud, fué en adelante una especie de monumento que ella conservaba, y al pie del cual velaba, consagrándole al recuerdo del cómico ya olvidado por el mundo. Juana, en secreto, pagaba a Baluarte el bien que le había hecho leyendo mucho sus obras, pensando sobre ellas, llorando sobre