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Baluarte, le dijo, por ver si le hacía feliz también halagando su vanidad:

—¡Buena la ha hecho usted! Estos sacerdotes de la crítica son implacables. Pero criatura, ¿usted no sabe que le ha dado un golpe mortal a la pobre Juana, ¿No sabe usted... que ese desaire... la mata?

Y volviéndose al crítico con ojos de pasión, y tocándole casi el rostro con el suyo, añadió con misterio:

—¿Usted no sabe, no ha comprendido que Juana está enamorada..., loca..., perdida por su Baluarte, por su ídolo; que todas las noches duerme con un libro de usted entre sus manos; que le adora?


Al día siguiente se supo que La Ronca había salido de Madrid, dejando la compañía, dejándolo todo. No se la volvió a ver en un teatro hasta que años después el hambre la echó otra vez a los de provincias, como echa al lobo a poblado en el invierno.

Don Ramón Baluarte era un hombre que había nacido para el amor, y envejecía soltero, porque nunca le había amado una mujer como él quería ser amado. El corazón le dijo entonces que la mujer que le amaba como él quería era La Ronca, la de la fuga. ¡A buena hora!

Y decía suspirando el crítico al acostarse:

—¡El demonio del sacerdocio!