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literatos, íntimos de la casa. Hubo un momento de silencio embarazoso. En el rincón de siempre, de antaño, Juana González, como en capilla, con la frente humillada, ardiendo de ansiedad, esperaba una sentencia en palabras o en una preterición dolorosa. "¡Baluarte no se acordaba de ella!" Los ojos de Petra brillaban con el sublime y satánico esplendor del egoísmo en el paroxismo. Pero callaba. Un infame, un envidioso, un cómico envidioso, se atrevió a decir:

—Y... ¿no va La Ronca?

Baluarte, sin miedo, tranquilo, sin vacilar, como si en el mundo no hubiera más que una balanza y una espada, y no hubiera corazones, ni amor propio, ni nervios de artista, dijo al punto, con el tono más natural y sencillo:

—¿Quién, Juanita? No; Juana ya sabe dónde llega su mérito. Su talento es grande, pero... no es a propósito para el empeño de que se trata. No puede ir más que lo primero de lo primero.

Y sonriendo, añadió:

—Esa voz que a mí me encanta muchas veces..., en arte, en puro arte, en arte de exposición, de rivalidad, la perjudica. Lo absoluto es lo absoluto.

No se habló más. El silencio se hizo insoportable, y se disolvió la reunión. Todos comprendieron que allí, con la apariencia más tranquila, había pasado algo grave.

Quedaron solos Petra y Baluarte. Juana había desaparecido. La Serrano, radiante, llena de gratitud por aquel triunfo, que sólo se podía deber a un