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italiana, entre ciudad y aldea, en cuyas campiñas todo hablaba de Cristo y de Virgilio.

Como si fuera pecado suyo, de orgullo, tenía una especie de remordimiento el ver su humildad sincera elevada al honor más alto. "¿Qué habrán visto en mí, se decía? ¿Con qué engaño les habrá atraído mi vanidad para hacerles poner en mí los ojos?" Y sólo pensando que el verdadero pecado estaría en suponer engañados a los que le habían escogido, se decidía, por obediencia y fe, a no considerarse indigno de la supremacía.

Para este papa no había parientes, ni amigos, ni grandes de la tierra, ni intrigas palatinas, ni seducción del poder; gobernaba con la justicia como con una luz, como con una fuente: hacía justicia iluminándolo todo, lavándolo todo. No había de haber manchas, no había de haber obscuridades.

Comía legumbres y fruta: bebía agua con azúcar y un poco de canela. Pero amaba el oro. Amaba el oro por lo que se parecía al sol: por sus reflejos, por su pureza. El oro le parecía la imagen de la virtud. Perseguía terriblemente la simonía, la avaricia del clero, más que por el pecado, que por sí mismas eran, porque el oro guardado en monedas, escondido, se les robaba a los santos del altar, al Sacramento, a los vasos sagrados, a los ornamentos y a las vestiduras de los ministros del Señor. El oro era el color de la Iglesia. En cálices, patenas, custodias, incensarios, casullas, capas pluviales, mitras, paños del altar, y mantos de