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la Virgen, y molduras del tabernáculo, y aureolas de los santos, debían emplearse los resplandores del metal precioso; y el usarlo para vender y comprar cosas profanas, miserias y vicios de los hombres, le parecía terrible profanación, un robo al culto.

El papa era, sin saberlo, porque entonces no se llamaban así, un socialista más, un soñador utopista que no quería que hubiese dinero: sus bienes, sus servicios, los hombres debían cambiarlos por caridad y sin moneda.

La moneda debía fundirse, llevarse en arroyo ardiente de oro líquido a los pies del Padre Santo, para que éste lo distribuyera entre todos los obispos del mundo, que lo emplearían en dorar el culto, en iluminar con sus rayos amarillos el templo y sus imágenes y sus ministros. "Dad el oro a la Iglesia y quedaos con la caridad", predicaba. Y el santo bizantino que comía legumbres y bebía agua con canela, atraía a sus manos puras, sin pecado, toda la riqueza que podía, no por medios prohibidos, sino por la persuasión, por la solicitud en procurar las donaciones piadosas, cobrando los derechos de la Iglesia sin usura ni simonía, pero sin mengua, sin perdonar nada; porque la ambición oculta del Pontífice era acabar con el dinero y convertirlo en cosa sagrada.

Y porque no se dijera que quería el oro para sí, sólo para su Iglesia, repartía los objetos preciosos que hacía fabricar, a los cuatro vientos de la cristiandad, regalando a los príncipes, a las igle-