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la Virgen, de rodillas, sin levantar la mirada del pavimento, confesaba aquella misma tarde, ya casi de noche, la historia de su pecado al Sumo Pontífice, que la oía arrimado al altar, sonriendo, y con las manos, unidas por las palmas, apretadas al pecho.

En la iglesia de San Mauricio y de Santa María Magdalena, en Hall, guardábase, como un tesoro que era, una rosa de oro (gemacht vonn golde, dice un antiguo código), regalo de León X (Herr Leo... der zehnde Babst dess nahamens...). Jamás había visto María aquella joya, pues en su idea éralo, y digna de la Santísima Virgen.

Vivía ella, humilde aldeana, en los alrededores de Hall, y tenía un novio sin más defecto que quererla demasiado y de manera que el cura del lugar aseguraba ser idolatría; y aun los padres de María se quejaban de lo mismo. María, al verle embebecido contemplándola, besándola el delantal en cuanto ella se distraía, de rodillas a veces y con las manos en cruz, o como las tenía casi siempre el mismo papa, sentía grandes remordimientos y grandes delicias. ¡Qué no hubiera dado ella porque su novio no la adorase así! Pero imposible corregirle. ¿Qué castigo se le podía aplicar, como no fuera abandonarle? Y esto no podía ser. Se hubiera muerto. Pero el cura y los padres llegaron a ver tan loco de amor al muchacho, que barruntaron un peligro en el exceso de su cariño, y el cura acabó por notar una herejía. Todos ellos se opusieron a la boda; negósele a María