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a cara, sin osar hablarle, ni oirle..., sin implorar mi perdón... Pero lo que es de lejos..., a hurtadillas..., no quisiera morir sin verle. Su presencia lejana sería una bendición para mi espíritu." Y desde allí mira la Santidad de vuestra persona.

Y el jardinero se puso de rodillas, implorando el perdón de su imprudencia.

No le vió siquiera el papa, que, volviéndose a Esteban, su familiar, le dijo: "Vé, acércate con suavidad y buen talante a esa pobre criatura; haz que salga de su escondite y que venga a verme y a hablarme. Por ella y por quien la recomienda, me interesa la aventura."

A poco, una doncella rubia y pálida, disfrazando mal su hermosura con el traje triste y obscuro que le vistieran las Oblatas, estaba a los pies del Pontífice, empeñada en besarle los pies y limpiarle el polvo de las sandalias, con el oro de sus cabellos, que parecían como ola dorada por el sol que se ponía.

Sin aludir a la imprudencia inocente de la emboscada, por no turbarla más que estaba, el papa dijo con suavísima voz, entrando desde luego en materia:

—Levántate, pobre niña, y dime qué es lo que me traes de tu Alemania, que estando en tus manos, puede ser tan sagrado como cuentas.

—Señor, traigo una rosa de oro.

***

María Blumengold, en la capilla del papa, ante