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justo, a la iglesia de San Mauricio y de Santa María Magdalena.

—Mientras viviera mi padre enfermo, la peregrinación era imposible. Yo no podía abandonarle. Para la rosa de oro hice, en tanto, en mi propia alcoba, una especie de altarito oculto tras una cortina. Por no profanar con mi presencia aquel santuario, procuré que mi alma y mi cuerpo fuesen cada día menos indignos de vivir allí; cada día más puros, más semejantes a lo santo. Un día en que la miseria era horrible, los dolores de mi enfermo intolerables, un físico, un sabio, brujo, o no sé qué, llegó a mi puerta, reconoció la enfermedad y me ofreció un remedio para mi triste padre, para aliviarle los dolores y dejarle casi sano. ¡Con qué no compraría yo la salud, o por lo menos el reposo de aquel anciano querido, que fijos los ojos en mí, sin habla, me pedía con tanto derecho consuelos, ayuda, como los que tantas veces le había debido yo en mi niñez! La medicina era cara, muy cara; como que, según decía el médico extranjero, se hacía con oro y con mezclas de materias sutiles y delicadas, que escaseaban tanto en el mundo, que valían como piedras preciosas.

"—Yo no doy de balde mis drogas, decía, a solas él y yo. O lo pagas a su precio, y no tendrás con qué..., o lo pagas con tus labios, que te haré la caridad de estimar como el oro y las piedras finas." Dejar a mi padre morir padeciendo infinito, imposible... Me acordé de la piedra que por sí