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sola se desprendía de la rosa de oro... Me acordé de mi virtud..., de mi pureza, que también se me antojaba cosa de Dios, y bien agarrada a mi alma, piedra preciosa que no se desprendía... Me acordé de mi madre, de Guillermo que había muerto, tal vez condenado, sin gozar del beso que el diabólico médico me pedía...

—Y... ¿qué hiciste?—preguntó el papa inclinando la cabeza sobre María Blumengold.—Ya no sonreía Su Santidad; le temblaban los labios. La ansiedad se le asomaba a los dulces ojos azules. ¿Qué hiciste?... ¿Un sacrilegio?

—Le di un beso al demonio.

—Sí... sería el demonio.

Hubo un silencio. El papa volvió la mirada a la Virgen del altar, suspirando, y murmuró algo en latín. María lloraba; pero como si con su confesión se hubiese librado de un peso la purísima frente, ahora miraba al papa cara a cara, humilde, pero sin miedo.

—Un beso—dijo el sucesor de Pedro—. Pero... ¿qué es... un beso? ¡Habla claro!

—Nada más que un beso.

—Entonces... no era el diablo.

El papa dió a besar su mano a María, la bendijo, y al despedirla, habló así:

—Mañana irá a las Oblatas mi querido Sebastián a recoger la rosa de oro... y a llevarte el viático necesario para que vuelvas a tu tierra. Y... ¿vive tu padre? ¿Le curó aquel físico?

—Vive mi padre, pero impedido. Durante mi