fuera servido, se negaba a regalar la rosa de oro que María Blumengold había guardado, como santo depósito, a una Mesalina hipócrita, devota y fanática, que no se libraría del infierno por tostar a los herejes de su reino.
Lo que hizo el papa fué despertar muy temprano, y al ser de día, despachar en secreto al familiar predilecto, camino de Hall, con el encargo, no de restituir a la iglesia de San Mauricio la rica presea mística, sino con el de buscar por los alrededores de la ciudad la choza humilde de María y entregarle, de parte del Sumo Pontífice, la rosa de oro.
Y el papa, a solas, si el remordimiento quería asaltarle, se decía, sacudiendo la cabeza:
—"Dama por dama, para Dios y para mí es mujer más ilustre María, la acogida de las Oblatas, que esa reina de Occidente. Por esta vez perdone la diplomacia."
Ya saben los habitantes de Hall por qué les falta la rosa de oro, regalo de León X a la iglesia de San Mauricio y de Santa María Magdalena.