de aquella joven llegó a sus oídos, a poco que quiso escuchar, por boca de los mismos amigos suyos, sacerdotes y todo. Estaba el novio ausente; era la quinta o sexta ausencia, la más larga. La enfermedad volvía. Rosario luchaba; salía con su madre porque no dijeran; pero la rendía el mal, y pasaba temporadas de ocho y quince días en el lecho.
Las tristezas de la niñez enfermiza volvían, más ahora con la nueva amargura del amor burlado, escarnecido. Sí, escarnecido; ella lo iba comprendiendo; su madre también, pero se engañaban mutuamente. Fingían creer en la palabra y en el amor del que no volvía. Las cartas del ricacho escaseaban, y como era él poco escritor, dejaban ver la frialdad, la distracción con que se redactaban. Cada carta era una alegría al llegar, un dolor al leerla. Todo el bien que las recetas y los consejos higiénicos del médico podían causar en aquel organismo débil, que se consumía entre ardores y melancolías, quedaba deshecho cada pocos días por uno de aquellos infames papeles.
Y ni la madre ni la hija procuraban un rompimiento que aconsejaba la dignidad, porque cada una a su modo, temían una catástrofe. Había, lo decía el doctor, que evitar una emoción fuerte. Era menos malo dejarse matar poco a poco.
La dignidad se defendía a fuerza de engañar al público, a los maliciosos que acechaban.
Rosario, cuando la salud lo consentía, trabajaba junto a su balcón, con rostro risueño, desdeñan-