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Página:El Señor y lo demás son cuentos (1919).djvu/28

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do las miradas de algunos adoradores que pasaban por allí; pero no el trato del mundo como en los mejores días de sus amores y de su dicha. A veces la verdad podía más que ella y se quedaba triste y sus miradas pedían socorro para el alma...

Todo esto, y más, acabó por notarlo Juan de Dios, que para ir a muchas partes pasaba desde entonces por la plazoleta en que vivía Rosario. Era una rinconada cerca de la iglesia de un convento que tenía una torre esbelta, que en las noches de luna, en las de cielo estrellado y en las de vaga niebla, se destacaba romántica, tiñendo de poesía mística todo lo que tenía a su sombra, y sobre todo el rincón de casas humildes que tenía al pie como a su amparo.

VIII

Juan de Dios no dió nombre a lo que sentía, ni aun al llegar a verlo en forma de remordimiento. Al principio aturdido, subyugado con el egoísmo invencible del placer, no hizo más que gozar de su estado. Nada pedía, nada deseaba; sólo veía que ya había para qué vivir, sin morir en Asia.

Pero a la segunda vez que por casualidad su mirada volvió a encontrarse con la de Rosario, apoyada con tristeza en el antepecho de su balcón, Juan tuvo miedo a la intensidad de sus emociones, de aquella sensación dulcísima, y aplicó groseramente nombres vulgares a su sentimiento. En cuanto la palabra interior pronunció tales nom-