daban, tenían nada que ver con su nueva vida: era otra cosa. Cambió de confesor y no cambió de sentencia ni de pronósticos. Más irritada cada vez la conciencia de la justicia en él, se revolvía contra aquella torpeza para entenderla. Y, sin darse cuenta de lo que hacía, cambió el rumbo de su confesión; presentaba el caso con nuevo aspecto, y los nuevos confesores llegaron a convencerse de que se trataba de una tontería sentimental, de una ociosidad pseudomística, de una cosa tan insulsa como inocente.
Llegó día en que al abordar este capítulo el confesor le mandaba pasar a otra materia, sin oirle aquellos platonismos. Hubo más. Lo mismo Juan que sus sagrados confidentes, llegaron a notar que aquel ensueño difuso, inexplicable, coincidía, si no era causa, con una disposición más refinada en la moralidad del penitente: si antes Juan no caía en las tentaciones groseras de la carne, las sentía a lo menos; ahora, no... jamás. Su alma estaba más pura de esta mancha que en los mejores tiempos de su esperanza de martirio en Oriente. Hubo un confesor, tal vez indiscreto, que se detuvo a considerar el caso, aunque se guardó de convertir la observación en receta. Al fin, Juan acabó por callar en el confesonario todo lo referente a esta situación de su alma; y pues él sólo en rigor podía comprender lo que le pasaba, porque lo sentía, él solo vino a ser juez y espía y director de sí mismo en tal aventura. Pasó tiempo, y ya nadie supo de la tentación, si lo era, en que Juan